Acabo de despedirte en la puerta y me he vuelto a la cama, todavía está revuelta y caliente. Me he tumbado desnuda boca abajo, agarrando con fuerza la almohada que hace unos minutos ha sido espectadora muda de los caminos que hemos recorrido hoy sobre mi cama. He dejado que el olor a tu cuerpo excitado y sudoroso vuelva a impregnar mi cuerpo desnudo. He alargado la mano y tu no estabas. Las sábanas empiezan a estar frías... Se evaporan los recuerdos de tus manos en mi cuerpo igual que mis lágrimas. Sé que no ha sido un sueño porque tengo todo mi ser dolorido por las horas, reducidas a minutos, en las que nuestros cuerpos se han amado como dos animales salvajes que se necesitan el uno al otro más que respirar. He soñado cada minuto anterior a nuestro encuentro, preparando e imaginando cada segundo que pasaríamos juntos y ahora otra vez, como cada vez que te vas, solo me queda el sueño del recuerdo. Tengo frío. Después de sentir tu cuerpo tan ardiente haciendo del mío leña de su hoguera, cualquier fuego no es más que una chispa mínimamente incandescente. Me tapo con la sábana, su contacto me hace sentir un escalofrío que empieza en la punta de mis pies y pasa por todo mi cuerpo hasta mi cabeza. Me recuerda los escalofríos que tus manos me hacen sentir cuando me acarician, cuando me tocan, cuando tus labios me besan, cuando te siento dentro de mi. Me duele recordar pero lo necesito, necesito retener y recordar cada segundo que puedo pasar contigo porque es lo único que puede mantener mi alma viva. Todavía siento en mi boca tu sabor, el beso ya casi furtivo en el umbral del adiós. Ese beso que dice tanto y no dice nada a la vez. Ese beso que no puede mentir pero tampoco decir la verdad.
La ventana entreabierta deja entrar tímidamente los rayos de la luna que se posan sobre mí y con guante de seda me consuela el corazón y seca mis lágrimas hasta que agotada de amor, sexo y recuerdo me quedo dormida.
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