Otra vez más se sentía como si una manada de búfalos salvajes en época de celo hubieran decidido instalarse dentro de sus pantalones.
Una vez más, como cada vez que la sentía sin ni siguiera haber oído su pasos. Como cada vez que olía su perfume, ese perfume que jamás le gustó pero que en ella era como la brisa marina.
Como cada vez que ella apoyaba su mano en su hombro y se inclinaba hacia él para darle un beso de buenos días. Como cada vez que le sonreía solo por sonreirle.
Como cada vez que ella le llamaba porque necesitaba charlar con su amigo y llorar o reír hasta más allá de abierto hasta el amanecer. Como cada vez que ella le pillaba mirando como se marchaba por el pasillo con ese movimiento de caderas tan suyo y le recompensaba con esa sonrisa picarona de “eres un niño malo”.
Como cada vez que sin querer, o queriendo, el pelo de ella le hacía cosquillas en la cara. Como cada vez que él se perdía en la blanca piel del inicio de sus pechos que casualmente siempre dejaba a la vista detrás de ese rebelde botón. Como cada vez que ella para sorprenderle le soplaba en la nuca mientras él estaba de espaldas.
Como cada vez que el cuerpo de ella rozaba el suyo casi casi tan etéreamente que no sabía si había sucedido realmente. Como cada vez que, a solas o no a solas, la soñaba en su mente, en sus brazos, en sus besos, en su cuerpo.
Como cada vez que imaginaba mil maneras de decírselo y borraba y escribía en su cabeza frases sin sentido aparente pero tan profundas como el mar abismal.
Otra vez más se sentía como si una manada de búfalos salvajes en época de celo hubieran decidido instalarse dentro de sus pantalones mientras ella se acercaba con esa sonrisa y esa mirada tan mágica.
Cuando estuvo a su lado le rodeo el cuello con los brazos y su cuerpo se pego al de él. Ese cuerpo que tanto había deseado, que tanto deseaba. Sintió como el calor de ese cuerpo inundaba el suyo poseyéndolo. Sintió como el calor que emanaba era capaz de fundir el tiempo. Ella clavó sus ojos en él y sus labios le buscaron en el principio sin fin de un beso. Esos labios que tanto había deseado, que tanto deseaba. Y sus cuerpos se enredaron en el juego.
Cuánto había anhelado sentir ese cuerpo tan pegado a él que una brisa de aire no pudiera pasar entre ellos, cómo había anhelado sentir esos labios y ese cálido aliento en su boca. Esa lengua explorando y jugando con la suya. Esas manos acariciando su nuca. Ese fuego haciéndole suyo, haciéndole subir al cielo y bajar al infierno en un mismo instante. Cómo había anhelado sentir la fuerza del latido del corazón de ella a través de sus cuerpos. Cómo había anhelado sentir que el suyo por fin latía por algo que no solo era un sueño.
Sentía que su corazón iba salirse de su pecho, no era un espejismo lo que tenía entre sus brazos, era de verdad, por fin era de verdad. E iba a empezar a sentir lo que siempre había anhelado sentir.
De repente dejó de sentir. Ya no sentía ese cuerpo enredándose en el suyo, ya no sentía esos labios y esa lengua abrirse paso entre los suyos, ya no sentía como una manada de búfalos del Serengueti habitaban la entrepierna de sus pantalones, ya no sentía el latido acelerado del corazón de ella... ya no sentía el acelerado latido de su propio corazón...
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